Lo llamé “Salto al vacío”, después me di cuenta de que ponerle mi nombre era lo mismo.
Todo cambio da vértigo, ni siquiera por el hecho de no obtener el éxito que todo humano espera después de un esfuerzo o atrevimiento. No iba de eso, me lanzaba a una piscina acrílica con litros de tonos distintos, sin saber por dónde empezar pese a tener una obra acabada. 
Aquí no se fueron los miedos pero sí que aprendí a darles una buena patada: un lienzo recién terminado que se reía de mí preguntándome si era lo mejor que sabía hacer.
Seguía sin ser yo.
Esa pintura no era poderío ni era fuerza, ni locura ni pasión. Así que, como tantas otras veces en las que, aun no sabiendo a donde llegaría, sabía que ese no era mi lugar, arramplé con todo, cogí el bote magenta y a base de chorretón volví a empezar.

Pero a lo grande, claro.